Tuve un Profesor de lengua y literatura durante el polimodal que me cayó, me cae, bastante bien. Un buen tipo. Gamba. Tenía dos libros publicados cuando lo conocí; El ojo del ciclón y El talón de Esaú. Mientras cursaba, conseguí y leí este último. Una buena novela. Si bien ahora no recuerdo el hilo ni la totalidad de las características del texto, sé que trabajaba elementos bastantes bizarros, mejor dicho extravagantes (Un ex cura, que iba a la casa de los curas en San Pedro, y se trataba de encontrar una con ex amor que –creo- tenía bastantes complicaciones físicas). Pero no quisiera irme del hilo de la cuestión que me trae a relatar la anécdota. Hará unos tres años el Profesor presentó un nuevo título. Un conjunto de cuentos y relatos –del cual tengo una copia, gracias a su amabilidad (porque yo no tenía un morlaco encima)- Idos, niños descoloridos. La cosa es que, durante la presentación, el Profesor lanzó una frase que me hizo pensar. Cuando preguntado sobre su “técnica” para mantener la fluidez en el “trabajo de escritor”, aseguró que su método consistía en dedicarle una o dos horas diarias durante la mañana, obligándose cuando no tuviese la iniciativa, a la lectura-escritura de lo que venga en mente.
Como vemos, como método resulta sencillo de postular. No nos exige ni elaborar una hipótesis, ni tésis, ni corroborarla ni falsearla. Menos ir al Campo. Lo que no se dice es que busca romper la estructura. Ir más allá de lo que se intenta construir como orden, como técnica de escritura, para bajar lo que la asociación libre – la mal llamada mente- nos diga.
Muchas veces, por lindo que parezca, frente a la hoja en blanco no alcanza con proponerse escribir; hay que hacerlo.
1 comentario:
totalmente de acuerdo con usté, Sr. Raggio. Ante una hoja en blanco, hay que lanzarse. Las palabras fluyen y, si no lo hacen, bien sirve el ejercicio.
Namaste
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