Llueve y el cielo se deshace en este cuarto. Afuera igual, la lluvia lava el polvo en las terrazas y los vecinos corren desesperados, entrando sus sabanas y sus medias ya empapadas.
Aquí dentro, el agua me moja de los pies hasta mis manos alzadas que festejan tristeza y el reconocimiento de mi mente. Con los brazos en alto giro y grito que soy triste, que mi cabeza va más rápido de lo que quiero y no la puedo controlar.
De esta condición saldrá lo peor de mi pero del mejor modo, hablo de soltarme, desatarme, sacarme el collar y ahorcarme con mis manos.
Ya nada de cielo queda fuera y las nubes violetas y grisáceas se alumbran con cada rayo, las gotas corren en el vidrio como caballos desaforados y brillan con cada resplandor haciéndome sentir al fin viva. Los edificios pierden forma y color, invadidos ya por la negrura que se avecina lenta y descuidada, y que como un hilo se arrastra por el filo de la ventana y penetra aquí adentro. Entonces ya nada de luz queda y solo noche hay mientras la tormenta sigue desatándose furiosa. Es ahora cuando esa oscuridad tajante y agresiva se avalancha y se tira sobre mi, cuando tener los ojos abiertos o cerrados es igual porque nada se ve.
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